

para chicos y chicas de cualquier tamaño, forma y color
¡Gracias, L, por este regalo!
DR UGO PANDA, J.R. Wilcock
El joven doctor Ugo Panda es un cantautor célebre; los exámenes radiológicos han demostrado que el sujeto posee un cerebro poco común, de aproximadamente veinte gramos de peso y del volumen de una avellana, que puesto en relación con el peso y el volumen del cuerpo da como resultado un coeficiente intelectual equivalente al de un tapir. Con semejante cerebro no se puede hacer gran cosa: el Dr. Panda come, duerme, sabe espantar las moscas con la mano, sabe distinguir entre el timbre de la puerta de calle —cuando lo oye se acuesta— pero en cuanto al resto no está en condiciones de hacer nada, ni siquiera de sacarse los zapatos. Sin embargo compone las letras de las canciones que canta en televisión; aunque no son demasiado complicadas, tienen rima, lo que presupone una habilidad ancestral acaso transmitida hereditariamente. Sus letras, totalmente incomprensibles aunque sugestivas, evocan ritmos melanesios, y no se excluye la posibilidad de que los antepasados de Ugo Panda, probablemente tan extravagantes como él, proviniesen de Nueva Guinea, esa tierra tan rica en misterio y en poesía. La más famosa de estas canciones del Dr. Panda es la celebrada Maffammi, primera de la serie del long-play Fulabarula:
Dinga baringa flu-flu-flu
spissi tanghi pissi lu,
sanga buranga flo-flo-flo
escevissi landi scevissi mo.
La presentación de la letra de esta canción a la comisión de examen ha bastado para que a Ugo Panda le fuera otorgado el doctorado en Letras, un día en que sus familiares lograron vestirlo casi como una persona y llevarlo a
Effe de va
effe de ve,
¡gun salafá
gur salafé!
¡Uhi, uhi, uhi!
El disco continúa con una serie de gritos más bien ad libitum. El Dr. Panda vive en Roma con dos hermanas, tres cuñados y una cantidad de sobrinitos que lo miman día y noche y lo hacen jugar.
de El libro de los Monstruos (Sudamericana).
Nayla quería ir a
El avión de papel dorado que pilotaba Adriel rumbo a
BUENA NOTICIA
El jurado del Concurso Internacional de Literatura Infantil Julio C. Coba-LIBRESA 2011, por fallo unánime, declaró ganadora a la argentina Alicia Barberis por su obra Clodomiro Fernández, el rey sin corona, que fue seleccionada entre ciento setenta y dos obras procedentes de dieciocho países.
Fueron consideradas finalistas otras cinco obras:Algunas cosas que contar sobre los días, las horas, el sol, la lluvia, mi amiga Clara, mi gato (y todo lo demás) de Catalina Donoso Pinto (Chile)
Historia de Tomás, su abuela postiza y los tres invisibles de Nydia Beatriz (Bachi) Salas (Argentina)
La vida secreta de los objetos de Andrea Ferrari (Argentina)
Nueve meses de María Florencia Gattari (Argentina)
Secretos con la almohada de María Jesús Franco Durán (España)
Además de estas cinco finalistas, también se recomendó la publicación de:
Compañía animal de Nicolás Schuff (Argentina)
Cuentos con viento de María Cecilia Moscovich (Argentina)
De pelos, plumas y ornitorrincos de Ana Carlota González (Ecuador).
El jurado estuvo presidido por Francisco Delgado Santos, y conformado también por Soledad Córdova y Estuardo Vallejo.
DONDE HUBO FUEGO
Philip Larkin escribió su novela Jill a los veintiún años, mucho antes de convertirse en un poeta reconocido y en un bibliotecario de vida ordenada y rutinaria. (Cuando supo que algunos criticaban su poesía por pintar una existencia anodina, dijo: “Me gustaría saber cómo pasan ellos el tiempo. ¿Matando dragones?”).
Jill cuenta la historia de John Kemp, un adolescente tímido e indeciso, de una clase social modesta, que busca ser aceptado entre sus nuevos compañeros de Oxford. Pero Kemp no pretende la amistad de aquellos que se le parecen (y que por eso mismo desprecia), sino de aquellos otros, despreocupados hijos de ricos que beben, fuman, se ratean y andan con chicas (o eso dicen). Estos muchachones, como diría mi abuela, aceptan a Kemp sólo para pedirle favores o dinero. Así que después de un tiempo y algunas humillaciones, para paliar su desazón y su tedio, Kemp se inventa una chica imaginaria. La modela en su cabeza a gusto y placer, la bautiza Jill y empieza a escribirle cartas.
Leí tres cuartos de esta novela en dos días (lo que es muy rápido para mí). El frío, la llovizna y las cenizas volcánicas que sobrevolaban hasta hace poco la ciudad fueron buenas excusas para no pisar la calle. Pero llegó el momento en que debía salir sí o sí y me di el lujo de tomar un taxi, porque la idea de entrar al subte y apretujarme me paralizaba.
Por desgracia, apenas subí al auto noté que el chofer tenía serias intenciones de hablar. Dicho y hecho, una cuadra después el tipo rompió el silencio de esta manera: “Flaco, ¿vos sabés qué es el Tarot?”. Un rato antes, dijo, alguien le había sugerido consultar a un tarotista, y él no sabía bien qué era eso, si magia o qué.
Yo le dije lo poco que sé sobre el tema y después esperé en silencio que él me contara la verdadera historia que quería contarme. Y que era una historia de amor.
Un tiempo atrás, dijo, su joven amante –no su esposa– había empezado a acudir a una iglesia evangélica, y la relación entre ellos –que llevaba diez años– se había ido enfriando, sin que él pudiera hacer nada al respecto. “Le fueron lavando la cabeza, flaco”. Esa misma semana su amante lo había citado en un parque para terminar la relación. “Y ahí me di cuenta de que estaba enamorado de ella. Estoy enamorado. Ayer la llamé y se lo dije. Le expliqué que por ella estoy dispuesto a dejar a mi familia, mudarme, todo. Pero no hay caso. No quiere. Dice que lo que tenemos está mal y que siente un gran vacío. ¿Y qué querés que te diga, flaco? Tiene razón. Pero yo estoy roto. Roto. Mi señora me ve mal, claro. Yo no le digo por qué. ¿Cómo le voy a decir? Le invento excusas de trabajo… Entonces me sacó turno con el psicólogo de la obra social. Tengo que ir mañana. ¿Vos fuiste al psicólogo alguna vez?”. Le dije que sí, que había ido y que seguía yendo. “¿Y?” “¿Y qué?” “¿Te sirve para algo?” “Para algo me sirve, sí” “Pero yo lo que quiero es que ella vuelva, ¿me entendés?” “¿No pensaste en ir con ella a la iglesia?” “No, eso no es para mí. Además no quiero arruinarle la vida”. Nos quedamos un rato en silencio. Después le dije: “Por ahí en la iglesia conoció a alguien”. El tachero me miró por el espejito con ojos vidriosos. "A Dios", dijo. “Bueno, competir con Dios es difícil”, dije. Miró el cielo. “¡Para colmo estas cenizas de mierda! Esta madrugada salí a buscar el taxi y estaba lleno de ceniza, ¿podés creer? Hoy pensé todo el día que por ahí es el fin del mundo. Todo eso de las predicciones mayas y no sé qué. Y ¿qué querés que te diga, flaco?, Por mí que se acabe. Por mí que se vaya todo bien a la re puta que lo parió”.
Cuando bajé del auto pensé en el amor, la literatura y las cenizas y me acordé del relato de Marcel Schwob sobre Empédocles, filósofo que según la leyenda terminó sus días arrojándose al interior del volcán Etna:
“Todos los seres, decía, no son más que trozos desjuntados de esa esfera de amor donde se insinuó el odio. Y lo que llamamos amor es el deseo de unirnos y fundirnos y confundirnos, como éramos antaño, en el seno del dios globular que la discordia rompió. Invocaba el día en que la esfera divina había de hincharse, después de todas las transformaciones de las almas. Porque el mundo que conocemos es la obra del odio, y su disolución será la obra del amor. Así cantaba por los pueblos y los campos; y sus sandalias de bronce venidas desde Laconia tintineaban en sus pies, y delante de él sonaban címbalos. Sin embargo, de las fauces del Etna surgía una columna de humo negro que lanzaba su sombra sobre Sicilia”. (‘Empédocles, dios supuesto’, en Vidas imaginarias, Marcel Schwob).
Como el taxi me había llevado a destino antes de tiempo, me senté a esperar en un café. Saqué la novela de Larkin. Además del psiconálisis, del tarot y de la iglesia, también está el consuelo de la literatura. El joven John Kemp lo sabe y sigue escribiéndole cartas a Jill, su chica imaginaria. Le escribe cartas todo el tiempo y las echa al buzón. Pero de pronto, ella se hace carne. Kemp se cruza con una chica muy parecida a la que imaginó en las viejas calles de Oxford. Y no cuento más, por si piensan leerla. A cambio les dejo un poema de Larkin que se llama “Los árboles”, ahora que están todos pelados y que, según Crónica TV, faltan sólo ochenta y pico de días para la primavera: