CULTO ANCESTRAL, Richard Gwyn

Nadie sabía dónde estaba el rey. Se había escabullido del salón del desayuno diciendo obscenidades. No había leído el periódico. No se había comido sus dos huevos, cocidos precisamente cuatro minutos, ni se había acabado su chocolate caliente. El canciller estaba afligido: como siempre, tenía temas importantes para plantearle al rey, temas que no podían ser pospuestos. Se enviaron sirvientes en procura del rey. Buscaron en el palacio y en los sótanos debajo de palacio. Buscaron en los establos. Fueron a ver en los árboles y escudriñaron en los pozos. No encontraban al rey. Se informó que la reina estaba alterada. A medida que el día avanzaba resultaba progresivamente difícil mantener la noticia de la desaparición del rey dentro de  los muros de palacio. Los muros tienen oídos. La gente habla. En la ciudad, el precio del oro empezó a bajar en picada. Pero por la noche, el rey reapareció, y tomó su lugar acostumbrado a la cabeza de la mesa del comedor. Estaba enteramente vestido con hojas. Tenía tierra húmeda pegada al rostro y la barba real desgreñada con erizos y huevos de araña. Tenía el cabello repleto de piojos y escarabajos peloteros. Todos lo miraban. ¿Qué les pasa? Gruñó, estirándose para alcanzar un pedazo de carne: ¿Nunca tuvieron necesidad de pasar el día debajo de la tierra?



(En Abrir una caja, Editorial Gog y Magog)