DOS GATOS

Estos felinos los dibujó mEy. Ella ilustrará la novelita Ana y la maldición de las pecas, que publicará Uranito, y que escribí a cuatro manos con mi querido amigo Damián "Reverendo" Fraticelli.
¡Espero que sigan muchos más!


Ilustración de Didi Grau sobre una foto de Natalia Torres. Será la tapa de El amor y el espanto, trabajo que escribí para la colección Azulejos, de Editorial Estrada

UNA ESTRELLA, Alasdair Gray


Más allá del horizonte, tal vez en Canadá, había caído una estrella. (Una tía de él vivía en Canadá.) La segunda fue más cerca, justo detrás de la fundición, así que no le sorprendió que la tercera cayese en el patio. Un relámpago de luz dorada iluminó las paredes de los edificios próximos y se oyó un grave acorde musical. La luz se hizo muy roja y se apagó, y él supo que allá abajo, en algún sitio, había una estrella que se enfriaba en el aire de la noche. Se apartó de la ventana y vio que nadie más se había dado cuenta. En la mesa el padre, con seño pensativo, llenaba una tarjeta de fútbol, la madre seguía planchando bajo la polea con la hilera de ropa interior.

–Voy a salir –dijo con una vocecita.
–A ver si no tardas –dijo la madre.

El chico se deslizó por el vestíbulo y salió a la escalera, cerrando de un portazo.
La escalera estaba fría y una tenue lámpara eléctrica alumbraba fríamente cada rellano. Bajó deprisa los tres tramos hasta el patio negro y silencioso y se puso a rastrear hacia atrás y hacia adelante, peinando con los dedos la hierba larga al pie del poste de la ropa.

La encontró en medio de una hoja de col mustia. Era lisa y redonda, del tamaño de una canica de vidrio, y por la luz con que brillaba parecía descansar sobre un precioso pedacito de terciopelo verdeamarillo. La recogió. Estaba tibia y un fulgor rubí le llenó el cuenco de la mano. Se metió la estrella en el bolsillo y subió.

Esa noche en la cama la observó mejor. Dormía con su hermano, que no se despertaba fácilmente. Metiéndose bien debajo de la sábana, abrió la mano y miró. Con el fulgor blanco y azul de la estrella, el espacio de alrededor parecía una cueva dentro de un iceberg. La acercó a los ojos. Vislumbró en el fondo el dibujo de un copo de nieve, lo más fabuloso que había visto en su vida. A través del enrejado de crital del copo vio un océano de relucientes olas azulnegras bajo un cielo repleto de galaxias enormes. Oyó un arrullo remoto, como el ruido de un caracol marino, y se quedó dormido apretando la estrella en la palma de su mano.

La disfrutó casi dos semanas, mirándola de noche bajo la sábana, viendo a veces el copo de nieve, a veces una flor, una joya, la luna o un paisaje. Al principio la ocultaba durante el día, pero pronto se acostumbró a llevarla consigo; tener en el bolsillo aquel calor liso, suave y cálido lo consolaba cuando se sentía ofendido o abandonado.

Una tarde en la escuela, decidió echarle un rápido vistazo. Estaba solo en un pupitre, en el fondo del aula. El maestro andaba entre los chicos de la primera fila y todas las cabezas se inclinaban sobre los cuadernos. Rápidamente sacó la estrella y la miró. Parecía un ojo indiferente con una fría pupila verde que se enturbiaba y se estremecía como si estuviera metida en agua.

–¿Qué tienes ahí, Cameron?
El chico cerró la mano.
–Será mejor que me lo des.
–No puede, señor.
–No tolero la desobediencia, Cameron. Dame eso.

El chico vio encima de él la cara del maestro, la boca que se abría y cerraba bajo un bigote recortado. De repente supo qué hacer y se metió la estrella en la boca y la tragó. Mientras el calor tibio le bajaba al corazón, se sintió tranquilo y aliviado. La cara del maestro retrocedió. Maestro, aula, mundo, se alejaron como un cohete en una oscuridad cálida, cómoda, dejando un reguero de gloriosas estrellas, y una de las estrellas era él.