Conservo de mi abuela una cucharita de plata. Soñé que la enterraba en el jardín y crecía una planta alta. Yo me sentaba cerca de esa planta y ella me escuchaba. Sus hojas reflejaban la luz de la luna. Agua blanca y brillante en cuencos verdes. Sobre la medianera, sigilosos gatos en tránsito con las pupilas dilatadas, afinadísimos y tensos los sentidos –más finos, vibrantes y perceptivos que sus propios bigotes–, se detenían un instante a admirar aquellos brillos, pues vayan donde vayan los felinos a esas horas nunca son ajenos del todo a la belleza ni responden exclusivamente a los mandatos de la necesidad. Descalzo, yo me comunicaba con la planta por goteo, soltando palabras vivas entre vastos espacios de silencio. Mi voz se adelgazaba, más humilde cada vez, hasta ser un hilo de aire y nada más, algo ascendente y sin reverso, algo que sin ser visto sin dudas existía pero que nadie podía interpretar.

Hace años, la cucharita de plata de mi abuela endulzaba con miel los desayunos: postre merecido tras la intensa jornada de sueños; tobogán dorado para entrar al día lleno de promesas, sonriendo.


5 comentarios:

  1. che, pero que lindo. que bueno.

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  2. Cuando murió la mamá de una amiga, ella me regaló una cucharita de plata, una de las que coleccionaba su mamá. Está en la repisa, dentro de una tacita de té china, vacía, llenandolo todo. Hermoso pequeño relato.

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  3. Pero qué lindo: "Está en la repisa, dentro de una tacita de té china, vacía, llenándolo todo".

    Gracias, Cecilia.

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  4. No sé por qué leo esto seis años más tarde... Hermoso lo que dice el autor y hermoso lo que dice mi amiga, que hoy revuelve pasado de infancia con la cucharita de plata de mi mamá.
    Gracias
    Jorgelina

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  5. Tal vez sea la cucharita de tu mamá la que te trajo, Jor. Y la de mi abuela, también.

    Como escribió Juan L. Ortiz: Alma, inclínate sobre los cariños idos.

    Un abrazo

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