SIN LORELEI
Como todos los viernes, hice a un lado mis libros y papeles y salí a buscar a Lorelei, una pelirroja incomparable.
¿Han visto alguna vez un dragón púrpura y dorado sobrevolando el mar, cuando el sol, antes de ocultarse, lanza sus últimos destellos?
Si nunca lo hicieron, traten de imaginarlo. Entonces se darán una idea de lo mágica y atractiva que es Lorelei.
Ya no recuerdo hace cuánto ni dónde la conocí. Nuestras miradas se cruzaron durante unos segundos. Ni siquiera conversamos. Y nunca volvimos a vernos. Pero desde entonces sigo electrizado por el rayo verde de sus ojos. No consigo olvidarla, ni logro dormir bien, ni leer ni escribir todo lo que me gustaría. Así que los viernes salgo a buscarla por los cien barrios porteños.
Esta vez me tocaba Villa Urquiza. Aunque lo adecuado para salir a conquistar a esa princesa era un corcel, tomé un colectivo, el 80. Venía lleno y me dejó en la esquina de Triunvirato y Avenida de los Incas.
Inspiré profundo el aire húmedo y fresco de la tarde. Me di ánimos pensando, como siempre, que hallar a Lorelei no podía ser difícil, pues ella destacaba, ¡y cómo!, entre el resto de las mujeres.
Caminé y traté de imaginar su hogar. ¿Tendría plantas? ¿Mascotas? Rechacé de plano semejantes vulgaridades. Lorelei seguramente habitaba un castillo y esperaba mi llegada junto a una ventana, cantando con voz suave y melodiosa.
Doblé una esquina y me detuve en un maxiquiosco. Me atendió un hombre con anteojos y cara de darle lo mismo un día que otro.
–Disculpe –dije–. Busco a una chica pelirroja que se llama Lorelei.
–Ni idea –respondió–. ¿Va a llevar algo?
Un regalo. ¿Cómo no lo pensé antes? Tal vez un ramo de orquídeas. Un diamante indio. Un tigre de Bengala. Un par de zapatos de cristal.
Revisé mis bolsillos. Encontré un billete arrugado de dos pesos y tres moneditas. Dije:
–Deme un chicle. ¡El más rico que tenga!
Me alejé del quiosco y miré el cielo atravesado por lentas nubes de tormenta.
Doblé otra esquina. Un portero barría hojas secas y las amontonaba en el cordón de la vereda. Era un labrador que trabajaba en los campos cercanos al castillo de la princesa.
–Disculpe –dije–. Busco a una chica pelirroja que se llama Lorelei.
–¿Lorelei?
–Así es. ¡La princesa Lorelei!
–En la otra cuadra, en esa casita blanca, vive una pelirroja. No sé cómo se llama.
–Muchas gracias, gentilhombre.
Crucé la calle. El corazón me latía con fuerza. El frente de la casa se veía un poco deteriorado: pintadas con aerosol, rayones, viejas manchas de pis de perros y gatos.
Un hombre pelado, con musculosa, fumaba en la ventana. Tenía los brazos llenos de tatuajes. ¿Sería un guardián del castillo de la bella Lorelei? ¿El jefe de los guerreros que custodiaban su corona? Me acerqué.
–Disculpe –dije–. Busco a una chica pelirroja que se llama Lorelei.
El guerrero me estudió en silencio.
–No conozco a ninguna Lorelei.
Me pregunté si no trataba de engañarme y disuadirme de molestar a su Señora.
–¿Está seguro de que no la conoce? Le traigo un mensaje… personal –dije, guiñando un ojo para darle a entender que yo era un pretendiente, un enamorado de la bella Lorelei.
–Dale, che. Tomatelás –me respondió.
Me quedé mirándolo.
–Te creo –concedí al fin–. Pareces sincero. ¡No mereces el filo de mi espada!
Me despedí con una reverencia y me alejé. Miré el cielo oscurecido. La luna llena se escondía detrás de nubarrones cada vez más densos.
–¡Ah, Luna! –suspiré–. ¡Compañera fiel de los enamorados!
Entonces vi una ventana iluminada en el último piso del edificio más alto de la cuadra. ¿Y si ella estaba ahí, prisionera de algún mago malvado, o de una prima con nariz torcida y granosa, horrible y resentida, que aspiraba al trono?
Me acerqué al castillo, franqueé el puente levadizo y toqué el portero eléctrico del último piso.
–¿Quién es?
–Disculpe –dije–. Busco a una chica pelirroja que se llama Lorelei.
Hablé con decisión y voz grave, para que comprendieran que mis intenciones eran firmes.
-Acá no vive ninguna Lorelei. ¡Fíjese dónde mete el dedo!
–Esa no es forma de responderle a un caballero –protesté, pero colgaron.
¿Y ahora? ¿Qué debía hacer? ¿Intentar trepar?
En eso entró al edificio un anciano. Llevaba paraguas y una bolsa de supermercado. Usaba una barba blanca y frondosa que me hizo sospechar. ¿Sería el hechicero que mantenía a mi amada cautiva en aquel alto calabozo?
De un salto trabé la puerta con el pie. El filo casi me rompe la alpargata, pero logré entrar al edificio detrás del viejo mago. Este se dio vuelta y me miró con inquietud.
-¿A qué piso va? –preguntó–. ¿Usted vive acá?
-Busco a una chica pelirroja que se llama Lorelei.
-Aquí no hay ninguna Lorelei.
-¿Ah, no?
–No señor
–No le creo. ¡No logrará persuadirme con sus trucos!
–¿Trucos? ¿Qué dice..?
–¡Mago perverso! ¡No soy un caballero cualquiera! ¡Has hallado la horma de tu zapato! ¡Un enemigo de tu propia talla! Rescataré a la bella Lorelei y…
El viejo empezó a darme fuertes paraguazos en la cabeza y me obligó a retroceder y salir del edificio.
–¡Váyase y no vuelva! –me soltó antes de cerrar con llave la puerta de entrada.
En ese momento estalló un trueno espeluznante y empezó a llover a cántaros, con gotas gordas como uvas. El aguacero me empapó en pocos segundos y enfrió un poco mis ánimos. Volví a mirar el último piso. Las luces estaban apagadas. Admití que tal vez me había equivocado. Después de todo, no sería la primera vez. Claro que no.
La lluvia me estaba calando los huesos, así que por esa noche decidí retirarme y suspender la búsqueda. Además, recordé que había dejado las ventanas de mi casa abiertas.
Caminé de vuelta hacia la parada del colectivo. Aún no eran las nueve de la noche. Todavía estaba a tiempo de comprar milanesas y fruta. Y también de pasar por la librería y buscar novelas que me ayudaran a tolerar una nueva semana a solas. Más días sin Lorelei.
nicolas tu pagina esta muy buena y pronto voy a verte en mi colegio!
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