Los Jackson Five.
Vegeta, personaje de Dragon Ball.
La mención de Dragon Ball en el post anterior me trajo a la memoria a un peluquero. O a dos. Me explico:
Como dice Diego en un buen post sobre pelos, “soy un hombre a la moda”. Y como Diego, yo también, durante mucho tiempo, quise tener una melena. ("No hay melena que no mistifique", escribió Macedonio Fernández). Pero mis rulos se enroscan y acumulan unos sobre otros desafiando ese deseo mío, y también la ley de gravedad.
En aquellos años (principios de los 90) llegué a tener una verdadera carpa, un armazón ovoide alrededor del cráneo, un poco más suave y maleable que, por ejemplo, el que ostentaban los Jackson Five, aunque en esa misma tesitura.
Sin ser negro ni buen cantante, durante un buen tiempo sostuve, gallardo, ese andamiaje –“nido de caranchos” al decir de las abuelas. Pero pasaban los meses y no había manera: la melena se negaba a “caer”, y yo recaía en la peluquería. Así que no puedo decir que alguna vez haya tenido el pelo largo. No. Muy crecido, tal vez. Pero largo, era largo hacia abajo. Llevarlo por los hombros, como mínimo. Poder atarlo. Poder practicar mosh en los recitales. Eso era tener el pelo largo. No aquello.
Una tarde mi hermano, estudiando mi cabeza, me soltó: “No sé qué imagen interna te habrás forjado de vos mismo para andar por el mundo con eso”. Cruel, el mocoso. No recuerdo por qué no lo golpeé. Lo cierto es que él sufría su propio drama piloso. Había entablado una lucha encarnizada contra sus rulos, por cierto más hirsutos que los míos (creo que hirsuto es una palabra que se usa únicamente para hablar del cabello). Intentaba aplastarlos con jabón blanco, secarlos… aniquilarlos. Vivía encasquetado a una mugrosa gorra azul que ni siquiera se quitaba para dormir, y terminó apelando a la solución final: rapado al ras. Hasta el día de hoy –casi veinte años después– se pasa la maquinita e impide que su cabello crezca más de dos centímetros.
Por mi parte, resignado, seguí acudiendo a la peluquería, un local chiquito y muy iluminado en la zona de Tribunales. Mi peluquero era un uruguayo bueno, pícaro y mujeriego. Mientras me contaba chistes y andanzas por el Brasil me cortaba el pelo, muy rápido y siempre igual. Era un corte correcto que jamás me conformaba. Yo quería… ¿qué quería?... otra cosa… no sabía qué. Algo un poco menos prolijo, tal vez. Menos convencional. Y sin embargo iba, me sometía al ultraje sin atreverme a discutir nada ni a cambiar de peluquería. Todo lo que lograba balbucear era: “¿No me podrás cortar un poco menos… parejo? Que arriba quede como más… ¿despeinado?... qué se yo.” Apelé incluso a la palabra “entresacar”, que le había oído a alguien. “¿Por qué no me… entresacás… digo… un poquito?”. El peluquero asentía, decía sí sí, pero ni bola. Y yo veía avanzar, implacable, el mismo corte de siempre...
Al terminar, el uruguayo me mostraba mi nuca en un espejito. Yo aprobaba en silencio. Sólo quería que me pasara la brocha entalcada por el cuello y me quitara el ridículo delantal para correr a casa, tomar las tijeras y arruinar un poco ese corte que acababa de pagar.
Una tarde entré a la peluquería. Me lavaron el pelo, me senté en el sillón. Cuando el uruguayo se acercó y me vio la cabeza, me increpó: “Pero ¿qué pasó? ¿Fuiste a cortarte a una carnicería?”. No, le dije, me lo corté yo. “¡Te hiciste un desastre!”, dijo. Entonces me desahogué. Le dije toda la verdad. Que nunca salía conforme de ahí. Que me pegaba tijeretazos en casa. Que quería otra cosa. Otra cosa. Algo menos formal. ¿No había oído él hablar del punk, del rock, del grunge, tan de moda en esos días? ¿En qué mundo vivía?
A mis espaldas, tijera en mano, el uruguayo reflexionó unos instantes mirando hacia la calle. Después me encaró a través del espejo, me miró a los ojos y me dijo: “¿Sabés qué pasa? Me estás pidiendo algo que no puedo hacer. Es como pedirle a un arquitecto que construya un edificio torcido”.
Quedé apabullado, vencido por tamaña respuesta. Desvié la mirada. Dócilmente me dejé cortar por ese profesional maravilloso, intachable. Y nunca más volví.
Unos meses más tarde, cuando los rulos otra vez hacían montonera, cacé las tijeras y me hice uno con la vieja metáfora: me corté solo. Para mi sorpresa, no resulté del todo inepto en la labor. Desde entonces han pasado unos diez años y sigo así. (Con mayor o menor fortuna, claro. El estado de ánimo influye mucho en la tarea. No recomiendo cortarse el pelo si uno está triste o nervioso. A mí se me da mejor por las mañanas. Alguna vez me di a la empresa a altas horas de la noche, con funestos resultados).
Hubo una sola interrupción en estos años míos de coqueta autosuficiencia coiffeur. Fue durante la aparición de las peluquerías cool en Buenos Aires. Esas donde pasan rock, hay paredes de colores, peluqueros jóvenes con apodos raros que dicen “dale”, etc.
Me dejé arrastrar allí por un grupo de compañeros y compañeras de trabajo encantados con el lugar (un conocido local en Caballito), y la promesa de un corte no traumático. A ellos seguramente les funcionaba. Para mí fue un engaño. Me cobraron una fortuna y en el espejo no dejaba de verme como un perfecto participante de "Operación Triunfo".
Cuando terminó la masacre, el joven peluquero (que atendió su teléfono celular dos veces mientras trabajaba en mi cabeza) me tendió la mano y dijo: “Cualquier cosa, mi nombre es Vegeta”. "¿Cómo el personaje de Dragon Ball...?", pregunté. "¡Exacto!"
Al salir me tomé un taxi porque me daba vergüenza andar así por la calle. Durante el viaje me acordé con cierto cariño del peluquero uruguayo. Y cuando llegué a casa, claro, cacé las tijeras.
Creo recordar mi cruel comentario sobre esa mata alucinada que llevabas en la testa, lo que no sabía era que te había afectado tanto. Efectivamente, yo estuve años luchando con el mismo tema, hasta que, inspirado en algunas lecturas filo nazis, decidí aplicar la “solución final”. Desde entonces hasta el día de hoy me has acusado (¿quizás en respuesta a mi observación adolescente?), de falta de imaginación capilar, o peor aún, de una especie de auto-represión aplicada a mi cuero cabelludo. En mi defensa digo que pasar la infancia y la adolescencia en conflicto permanente con mi imagen, me ha bastado, y que por el momento prefiero estar pelado y tranquilo a incursionar en aventuras de dudoso gusto. Un abrazo,
ResponderEliminarEl hermano menor.
Perfectamente.
ResponderEliminarUno nunca sabe bien qué palabras de uno llegan a qué lugares del otro, ¿no?
Por lo demás, no se le acusa de nada, brother. ¡Pobre de mi! Lo que en más de una ocasión le he preguntado es si no sentía alguna curiosidad por saber qué cosa y de qué color le crecería en esa estepa si dejara de rasurarse...
Otro abrazo
"Mata Alucinada". Era eso, sí.
Muy gracioso todo !
ResponderEliminarMe hicieron reir.
Por mi parte pase una adolescencia con esos espantosos jopos que nos haciamos las chicas, impregnados de jabon, spray o cualquier ungento que nos sirva de endurecerdor.
Yo me sentia barbara asi, pero no puedo olvidar la cara de asco de mis hermanos en la cena, dejaron de hablarme...
Mas alla de eso, nunca piso una peluqueria.
Ahora disfruto de un largo,lacio, con intentos de tapar algunas canas...
Sufrí dramas similares, en el colegio fui apodado "melena", "valderrama", y el sorprendente "colchoneta", que derivo en "colcho". Somos sobrevivientes, hay que estar orgullosos de ello. A los 25 me amigue con mi pelo (con 8 años de analisis ya encima.)Toque el cielo con las manos hace dos años cuando paseando por Palermo Soho, un negro tipo jackson five me tiro al oido:"nice head".
ResponderEliminarEste tema da para mucho.
Kohan.
Kohan, tus rulos son un prodigio. Aprovecho la volada (del post y, ay, de los cabellos) para decirte que me honra tener un amigo con esos rulos. Nunca lo dije y ahora lamento que un negro me haya primereado.
ResponderEliminarCierto: el tema da para mucho. Aunque no se -ay otra vez- por cuanto tiempo...
recuerdo aventuras similares y recuerdo a vegeta, yo también pasé por sus tijeras. "Quiero un corte así y asá. Que sea fácil de peinar, pero no muy corto, bla, bla". Vegeta sentenció: "el corte no es importante, lo importante es como uno lo lleva". A mí los peluqueros siempre me convencen fácil.
ResponderEliminareva