LAS BOTAS DE NIEVE
Desde mi
cama escuché que alguien golpeaba a la puerta. Me levanté y fui a atender.
Cuando abrí, apareció ante mí un completo desconocido. Delgado, contextura
pequeña y de mirada sumisa.
Le di las
buenas tardes y me dispuse a escuchar la llegada del Apocalipsis o el pedido de
colaboración para alguna rifa. En cambio escuché que el hombre, en un rústico
español, me decía: “Acabo de llegar de un lugar muy lejano, y he venido hasta
aquí sólo para verlo”.
–¿A mí? –pregunté
con sorpresa
–Sí –me
respondió enfático.
Luego me
explicó que en ese lugar lejano él tenía un maestro, y que ese maestro le había
dado mi dirección (me mostró un papelito arrugado en el que se leía la dirección
de mi casa), y que el había encomendado una tarea: observarme durante un tiempo
y aprender una lección. Luego de cumplir con su cometido, se marcharía y
regresaría a su lugar de origen.
–Absurdo –le
dije– no lo conozco, nunca oí hablar de su maestro y, sobre todo, dudo mucho de
que tenga una lección para darle.
En ese
momento noté algo en lo que no había reparado al principio: el hombre llevaba puestas
unas botas sucias cargadas de nieve, como si recién hubiera estado caminando
por un terreno nevado. Ese detalle resultaba insólito, porque en nuestra ciudad
casi nunca nieva y aparte estábamos en pleno verano.
El
desconocido insistió. Lo dejé pasar. Le di algo de tomar y al rato se quedó
dormido. Aunque más que dormido parecía haberse quedado inmóvil, con los ojos
cerrados, en la silla donde se había sentado. No me atreví a despertarlo.
Mientras estuvo ahí, quieto, la nieve de sus botas se fue derritiendo y dejó un
charquito de agua a sus pies.
De manera
inexplicable, pero casi con naturalidad –yo mismo no podía creer mi confiada
actitud– dejé que el desconocido se quedara en casa. Desde el primer día no
hizo otra osa que observarme. Su presencia, tranquila y distante, se asemejaba
a la de un animal (un gato, quizá) que no requería la más mínima atención. Apenas
hablábamos, era limpio, frugal, ordenado… Un huésped irreprochable cuya única
actividad parecía ser el cumplimiento de la insensata tarea que se le había
encomendado.
Una noche
me dijo:
–Mañana por
la mañana me marcho.
–Eso quiere
decir entonces que ya has aprendido la lección…
–Sí,
gracias –contestó con una leve reverencia.
Al día
siguiente me levanté temprano; él ya estaba listo para irse. Nuestra despedida
fue breve. Recuerdo que esa mañana estuve a punto de preguntarle cuál era la
lección que supuestamente había aprendido, pero creo que cierto orgullo me
impidió hacerlo. Más tarde, pensando en lo ocurrido, no dejaba de sorprenderme
el hecho de que alguien hubiera aprendido de mí lo que yo mismo no sabía. ¿Acaso
era posible ser un maestro ignorante? –me preguntaba.
Jamás lo volví
a ver. Sólo una vez tuve noticias suyas. Un tiempo después de que se marchara
apareció debajo de la puerta un sobre sin remitente ni ello postal; al abrirlo
me encontré con una foto en la que se lo veía a él, de lejos, parado junto a un
anciano, en medio de un paisaje nevado.
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