EL SERPENTÓN,
Ema Wolf
El capitán
del vapor Elmer acaba de ver un monstruo marino. No dice nada porque no quiere
que lo tomen por loco. Le puede costar su puesto.
El primer
oficial también lo ve. No dice nada porque no quiere que lo tomen por loco. Le
puede costar su puesto.
El grumete también lo ve. No dice nada porque,
como todavía es un chico, pensarán que está inventando. El cocinero también lo
ve. No dice nada porque pensarán que, para variar, bebió demasiado. A los dos
les puede costar el puesto.
Todos lo
ven, en realidad, y nadie dice nada.
El monstruo
está ahí, a medio tiro de fusil. Es un serpentón como de seis cuadras de largo,
escamas de color verde pantano, cara de caballo, cuernos en cantidad, ojos llameantes,
lengua larga. Echa vapor por las narices. Brama. Las fauces son tan grandes que
podrían engullir cuatro vapores del tamaño del Elmer en un mismo bocado.
Imposible no verlo, imposible confundirlo con otra cosa. ¿Qué van a decir que
es eso? ¿Un delfín? ¿Una boya?
–Parece que
va a refrescar –comenta el primer oficial al capitán.
–Sí, parece
–contesta el capitán.
El serpentón
nada alrededor del barco en círculos cada vez más estrechos. Levanta olas como
edificios y azota rabiosamente las crestas de espuma con su cola trífida.
El primer
oficial se seca los vidrios de los anteojos.
–¿Garúa o
es idea mía?
–Es idea
suya.
El serpentón
quiere que su presencia se note. ¡Cómo no va a querer! Sabe que un monstruo sólo
existe si alguien lo ve y grita. Si nadie lo ve y nadie grita, no existe. ¡Qué
puede hacer si todos están mirando para otro lado!
Una y otra
vez se sumerge y vuelve a aparecer quebrando la superficie del mar con
estampidos violentos. Trata de amedrentar a los marineros de cubierta rociándolos
con sus babas.
En la noche
emprende pasadas vertiginosas por debajo de la quilla, iza el barco entre sus anillos
de hierro y lo deja caer desde las alturas. El Elmer no zozobra por milagro.
Y así.
Está cada
vez más insistente.
Ahora cena
en el comedor con el capitán y los oficiales. ¡Ni hablar de lo que es capaz de
hacer en la mesa! El camarero, que tampoco quiere que lo tomen por loco, finge
que no lo ve y todas las noches barre la vajilla rota.
En La
galleta marinera, Ed. Sudamericana, colección Pan Flauta.
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